La obra de arte en la época de su destrucción: cuando los cuadros se esfuman
“Un día”, escribe César Aira en su cuento Mil gotas, “desapareció la Gioconda del Louvre”. Pero no fue un robo ordinario, encabezado por un hombre enmascarado, es decir, una operación planeada meticulosamente con meses de antelación. No. Ese robo fue diferente. “Lo que desapareció fue la pintura, literalmente hablando, la delgada capa de pintura que era el soporte seguía en su lugar, lo mismo que el marco: la tabla en blanco, como antes de pintarla”, describe Aira. ¿Un misterio, entonces? ¿Una pintura que se esfuma, sin explicaciones, sin dejar ni una huella? Aira, sin embargo, parece tener otras explicaciones. “Era perfectamente simple”, añade con indiferencia: “La pintura había revertido al estado de gotas de pintura viva, y las gotitas se habían ido a correr mundo”. La pintura, entonces, por descabellado que suene, parece haber cobrado vida, parece haberse separado en numerosas gotitas dotadas de voluntad propia. “Cargadas como estaban con la energía acumulada de cinco siglos de obra maestra, no las iba a detener un vidrio”, explica César Aira. “Ni muros ni montañas ni mares ni distancias. Si hubieran contado los agujeritos en el vidrio, habrían sabido cuántas eran: mil”. Mil gotas, emancipadas de las limitaciones del cuadro y del marco. ¿Pero por qué? ¿Por qué esa necesidad de descomponerse, de esfumarse?
En efecto, al leer el relato de Aira, no pude dejar de pensar en un proyecto conceptual que había descubierto unos meses antes, del artista británico Damien Hirst. Llamado The Currency, o La moneda en español, se trataba de unas diez mil de sus infames “dot paintings”, o cuadros de puntos, en los que, literalmente, pintaba un mosaico de miles de puntitos perfectos, colocados aleatoriamente en un papel de A4, sin jamás repetir un color. Sus pinturas, en el mapa de conexiones que empezaba a trazar en mi cabeza, parecían surgir como una suerte de representación del proceso descrito por César Aira en Mil gotas, es decir, la separación de una obra maestra en sus varios componentes. Pero para Hirst, esa descomposición no representaba la pérdida de la obra: formaba parte de la obra en sí. Y es aquí, creo, donde se puede observar una discrepancia entre los dos.
La desaparición de la Gioconda, en el relato de Aira, generó sin duda un gran revuelo en el ámbito artístico. “¡El fin del Arte! clamaban los alarmistas de siempre, y afirmaban que en el futuro no quedaría sino encerrarse en una buhardilla a recortar fotos de revistas … y hacer collages. Pero las piezas nunca volverían a coincidir”. En otras palabras, como lamenta Aira, sin la posibilidad de juntar las mil gotitas que una vez se reunieron para homenajear a la bella musa de Da Vinci, “nunca más habrá una Gioconda”. Lo único que queda, en las “fotos de revistas”, en las tiendas turísticas de París, en los imanes y en los llaveros, es su infinita copia, su eterna entrada en la época de la reproducción mecánica. Pero si esta propuesta provoca lágrimas indignadas entre los supuestos “alarmistas” de César Aira, Damien Hirst, en su propio proyecto, tiene otras ideas. Además de sus diez mil cuadros de puntos, también se dedicó a crear una versión digital, es decir, una reproducción mecánica de cada uno: en términos técnicos, una NFT. Después, en una suerte de experimenta social, dejo a los dueños de cada cuadro decidir si querían la versión física o la versión digital. Al elegir la versión física, la NFT sería destruida para siempre. Pero al escoger la versión digital,
“Pero para Hirst, esa descomposición no representaba la pérdida de la obra: formaba parte de la obra en sí.”
Hirst mismo se encargaría de la quema de la pintura, dejándola perecer en una nube de cenizas feroces. En el caso de Hirst, por lo tanto, la decisión de efectuar una reproducción mecánica no quedaba en las manos de la pintura misma, sino en las de la comunidad receptora que la iba a consumir. El arte, pues, empieza a perder su rígida sumisión a los deseos del propio artista. Como anota Aira: “Una gota de pintura en un cuadro no puede nada, depende enteramente del resto de material que la rodea, y de las intenciones del artista, y del efecto, y de mil cosas más. Pero una vez que se ha independizado, que ha salido al mundo a probar el sabor extraño de la libertad, todo cambiaba”.
Queda, en estas circunstancias, una pregunta candente. ¿Qué posición asume la obra original destruida, si decidimos liberar sus varios componentes, dejarla reproducirse, pasar entre manos? Otra vez, Aira parece esbozar una respuesta. “Todas las gotas eran la Gioconda y ninguna lo era”, escribe: “La diosa submarina del Louvre ya no existía, ni en el Louvre ni en ninguna otra parte, y sin embargo se reflejaba en las mil membranas de la memoria de una humanidad sin ilusiones, pero no sin imágenes”. Restringida al orden de la imagen, como sugiere Aira, si no podemos remitirnos al original, la imagen de este original de hecho reserva la capacidad de juntar una sociedad de individuos dedicados a invertir en el futuro del arte moderno, la “memoria de una humanidad”. En fin, si antes el arte era sinónimo de artista o de autor, hoy en día podemos reemplazar este monopolio con “comunidad”. Si la comunidad quiere que el arte sea digital, que sea digital; dejemos que sus varios píxeles “corran mundo”, como las gotitas de Aira. Porque la obra de arte también requiere la participación de su propio público, un público en el que invierte y que, en cambio, invierte en ella. Surge, entonces, como quizás diría Damien Hirst, una nueva “Currency”, una nueva “moneda” social que revaloriza la obra de arte y que, en la época de su propia destrucción, recuerda que no todo, aunque a veces lo parezca, está perdido. Al menos, así me gusta pensar. Y César Aira también, por supuesto.