Las ideas no se matan: reflexiones sobre la literatura latinoamericana I - La ‘espectralidad’ de la imagen y el arte del negativo

El pueblo de San Juan Parangaricutiro (Fotografía: Juan Rulfo, página Facebook de Mi México Antiguo)

Tomando como punto de partida la famosa frase empleada por el escritor y político argentino Domingo Faustino Sarmiento - “las ideas no se matan” - Izzie Hackett presenta en esta columna una visión creativa de la narrativa contemporánea latinoamericana. Trabajando con fotografías, anécdotas y mitos históricos como fuentes de inspiración para entrar en este mundo de letras, aspira a demostrar la gran riqueza de la producción literaria de la región, es decir, trata, desde una humilde perspectiva no nativa, de hacerle justicia, proporcionándole la verdadera admiración que merece.

Cuando, el 20 de febrero de 1943, estalló el volcán Paricutín, el pueblo San Juan Parangaricutiro se vio sumergido en una nube de cenizas. Se formó, a lo largo de un año entero, un pueblo subterráneo, sujeto a la fuerza de la naturaleza y enterrado por las capas de la historia, es decir, por las capas de su historia, literalmente grabado en piedra. En 1945, cuando el volcán todavía soplaba su humo ceniciento, Juan Rulfo, fotógrafo y escritor mexicano, sacó una imagen de este páramo y de las ruinas pedregosas que marcaban el paisaje. No era de extrañar, pues, que en 1955, cuando Rulfo publicó su primera novela, Pedro Páramo, la imagen del pueblo subterráneo resurgiera con la creación de ‘Comala’, un pueblo espectral ubicado en las fronteras borrosas entre la vida y la muerte, el subsuelo y la superficie. ‘Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del Infierno’, explica su personaje Abundio Martínez, y esto no sin humor: ‘con decirle que muchos de los que allí se mueren, al llegar al infierno regresan por su cobija’. Cuando yo, entonces, perdida como siempre en la red vertiginosa del internet, descubrí la historia escalofriante del pueblo subterráneo, no lo podía creer. La confluencia casi irónica entre estos dos pueblos ardientes, San Juan Parangaricutiro y Comala, era innegable. Me quedé fascinada, y empecé a buscar para ver si a alguien más se le había ocurrido ahondar en esta similitud. Encontré poco. Y supuse, entonces, que el trabajo me tocaba a mí.

La experiencia de la fotografía sin duda había marcado al autor, como me había marcado a mí, casi ochenta años más tarde, a través de la pantalla de mi celular. Había algo, en el proceso de contemplar esta imagen hermosa pero amenazante, que remitía a una época pasada, a la formación misma del pueblo arruinado. Pensé en mi lectura de la crítica Susan Sontag, al notar que ‘las fotografías permiten la posesión imaginaria de un pasado irreal’ y sentí una especie de delirio triunfal, como si fuera exploradora o recuperadora de los tiempos perdidos en la historia, de los espectros del pasado. Supe en aquel momento que Sontag tenía razón. Contemplando la imagen, ya no me interesaba el presente de la foto, sino una mirada retrospectiva hacia el pasado, el deseo de reconstruir en mi mente el momento decisivo en el que un simple chasquido de la cámara de Rulfo fijó para siempre el destino del pueblo mexicano, reproduciéndolo en el carrete de su aparato. Me di cuenta, sin embargo, absorta en mis pensamientos, que tampoco Rulfo podría revivir aquel momento exactamente como lo experimentó por primera vez. Si regresamos a una época sin cámara digital, por ejemplo, la revelación de la foto siempre viene después, en el cuarto oscuro, cuando uno saca el carrete de la cámara y se maravilla ante la aparición gradual de la imagen desde su negativo fotográfico. Existe, así, tanto para mí como para Rulfo, un entendimiento irrevocablemente retrospectivo, un cierto atraso con respecto al presente. Lo que podríamos llamar, al volver a visitar la foto, un arte del negativo, una ‘espectralidad’ de la imagen. Y es aquí, creo, donde esconde la clave para desenredar los misterios de Pedro Páramo.

Al comenzar la novela, por ejemplo, Rulfo parece trazar dos voces, la del protagonista Juan Preciado (supuestamente vivo), y la de las interjecciones utópicas de su madre muerta, imaginando la belleza del Comala de su niñez. Pero rápidamente estas voces parecen multiplicarse, volverse turbias, indistinguibles de las de los otros personajes que Preciado conoce en su camino hacia el Comala infernal. Abundio, que se revela hermano de Preciado y que lo ayuda a encontrar el pueblo, aparece vivo, y un capítulo más tarde se lo describe muerto. Eduviges, vieja dama de Comala, acoge al recién llegado, pero tiene el aspecto de la legendaria calavera la Catrina. Créanme, sin han visto alguna celebración del Día de los Muertos, han visto el rostro precioso de esta señora. ‘Su cara’, según Rulfo, ‘se transparentaba como si no tuviera sangre’, y ‘no se le veían los ojos’. Como pueden imaginar, con esta imagen encantadora, es muy fácil, como lector, perderse en un laberinto de voces que parece cavar sus pasillos en la zona liminal entre la vida y la muerte. Hasta el momento cumbre, a mitad de la novela, en el que todo queda claro. Bajo tierra, en una tumba compartida, comprendemos que Juan Preciado no nos está contando la narrativa de su vida, sino la de su muerte. Y es en este momento en el que nosotros, retrospectivamente, nos vemos obligados a releer la novela, a volver a entender la verdadera trama espectral que Rulfo construyó para sus lectores pasmados, yo entre ellos.

Esta revelación, como la revelación de la imagen en el cuarto oscuro, me hace pensar en lo que Roland Barthes llama el ‘punctum’ de la fotografía, ‘él quien sale a escena como una flecha y viene a punzarme’. En otras palabras, como un relámpago, es lo que uno percibe en el momento de contemplar la imagen, pero que no percibió el fotógrafo al tomar la fotografía; o lo que nosotros no percibimos en el momento de emprender la lectura de Pedro Páramo. Es una integración de emociones, de angustia y de nostalgia, un entendimiento retrospectivo y fantasmal que nos persigue para redimir los detalles no percibidos del pasado. Y, como siempre podemos volver a la imagen espectral de la fotografía desde cualquier época histórica (como hice yo en mi celular), siempre podemos volver al libro, desmontarlo, examinar detenidamente lo que con la primera lectura pasamos por encima. Pedro Páramo, sin duda, nos invita a participar en esta recuperación. Y quizás, así, no llegamos tan atrasados a nuestra comprensión de la imagen como pensábamos. Como se pregunta el filósofo Jacques Derrida: ‘¿Cómo se puede llegar tarde al fin de la historia?’ La historia, infinita en sus redescubrimientos desde el presente, sus reelaboraciones al encontrar nuevas ‘trazas’ subterráneas, nunca deja de ser relevante, nunca deja de capturar la atención. Y es quizás por eso que la obra maestra de Juan Rulfo sigue trazando su propio legado intemporal sobre el fecundo territorio de la literatura latinoamericana; un territorio del que yo, lectora curiosa, pero con mucho que aprender, solo he conseguido rascar la superficie.

Izzie Hackett

Soy estudiante de español, portugués y francés de tercer año, y actualmente estoy llevando cursos de literatura en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Si no me encuentran planeando mi próximo viaje a los andes o a la selva para explorar el maravilloso paisaje del Perú, seguro que me van a encontrar metida en la cama con la nariz en algún libro, contemplando nuevas historias para escapar, aun si es durante solo un segundo, el bullicio reconfortante pero incansable de la calle limeña al otro lado de la cristal. Desde mi iniciación a la narrativa latinoamericana en mi primer año de la universidad con los relatos estrafalarios de La tía Julia y el escribidor (Mario Vargas Llosa), hasta mi preferencia actual por las rumias más filosóficas de Ricardo Piglia, la literatura de América Latina se ha convertido en una gran pasión mía, una pasión que busco compartir, mediante mi columna, con los que quizás tengan más miedo de abrir un libro y de pasar la página

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